El hombre es una
unidad, y no es tan fácil separar al creyente del pensador. De ahí que exista
siempre el peligro de que nuestra fe influya en nuestro pensamiento filosófico.
Entre los
metafísicos de nuestra civilización sólo ha habido uno que habló de Dios
independientemente de su fe: Aristóteles. Todos los que vinieron luego, a
partir de Plotino, había estado bajo el influjo de la fe.
La cuestión, pues,
no es tanto si hay un Dios, sino si es una persona, un espíritu. La cuestión
debatida, repito, no es si Dios existe, sino cómo hay que pensarlo.
Ninguna autoridad
-ni la de todos los filósofos juntos- puede ser para nosotros motivo suficiente
de ninguna afirmación filosófica. Siempre podemos y debemos preguntarnos qué
motivos tenemos para admitir esa existencia.
Según los
intuicionistas, Dios, lo absoluto, no es, de algún modo, dado directamente. Nos
encontramos con él en nuestra experiencia.
La existencia
humana es la que se relaciona consigo mismo y con su trascendencia, es decir,
con Dios.
Como se deduce de
la definición de un triángulo sus propiedades, independientemente que haya o no
triángulos en el mundo, así puede también deducirse la existencia de Dios.
Todo lo que es se
hace. Este hacerse, una fuerza impulsora. Whitehead lo llama creativity, fuerza
creadora. Puede decirse que hay tales leyes de la naturaleza, y no otras, que
determinan que la manzana se haga roja o amarilla y no azul.
La diferencia entre
la filosofía y las ciencias particulares consiste en que la filosofía emplea la
razón sin limitaciones, mucho más allá de los términos que bastan a las
ciencias particulares. Y así se llega a la afirmación de que tiene que haber un
Dios, un poder sobre el mundo que determina precisamente la marcha del mundo, y
un poder infinito.
¿Por qué hay
absolutamente un mundo y precisamente este mundo y no otro? Hay que decir que
en el mundo hay algo irracional, como elegantemente se expresan los que así
piensan; es decir, algo sencillamente absurdo, sin sentido.
Nada tiene porque
existir y, sin embargo, existe. Pero Sartre no quiere reconocer a ningún Dios.
Lo tiene por una contradicción, y por eso concluye con perfecta lógica de todo,
señaladamente el hombre, es absurdo, sin sentido. Sartre ha sabido como nadie
formular el dilema: hay que escoger entre Dios y lo absurdo. Él escoge lo absurdo,
lo sin sentido. Sartre es ciertamente un metafísico de clase superior. Aun
cuando yerra, lo hace en un plano que muchos no han alcanzado.
¿Tiene entonces
algún sentido filosofar, tiene justificación, explicación filosófica alguna, si
todo lo que es real es absurdo? Y si es así, el filósofo puede y debe admitir
la existencia de Dios, a pesar de las dificultades que lleva consigo, antes que
profesar el absurdo.
Pero la situación
del filósofo es otra. Dios no es para él objeto de amor y de adoración, sino de
pensamiento. El filósofo intenta, debe intentar entender racionalmente a Dios.
Tiene que ser real
y, sin embargo, tener en cierto sentido las notas de lo ideal, también eterno,
supratemporal y supraespacial y, sin embargo, individual en cierto sentido de
la palabra, y hasta más individual que ningún otro ser, totalmente concluso en
sí mismo, viviente en un grado que no podemos imaginar. Pero a la vez es
imposible predicar de Él algo de manera que nuestras palabras tengan respecto a
Él el mismo sentido que en relación con las criaturas. Es más, cuando decimos
que Dios es, este "es" tiene que significar algo distinto que entre
nosotros.
Con ello cae la
filosofía en un dilema. O decimos que Dios es como los otros entes, sólo que
infinitamente por encima de ellos en todo aspecto, o tenemos que afirmar que no
sabemos nada de Él. Lo primero es evidentemente falso. Dios no puede ser como
los otros entes. Lo segundo también es falso, pues, sino sabemos nada de una
cosa, tampoco podemos predicar de ella la existencia. Si decimos que algo es o
existe, ya le hemos atribuido una propiedad. Una “x” vacía no puede ser
afirmada como siendo, enseña la lógica.
Si Dios es
infinito, parece de pronto que no puede haber nada fuera de Él. El mundo sería
Dios o una parte o manifestación de Dios.
No es, como dijo un
escritor superficial, el segundo caballo que tira del carro juntamente con el
hombre. Tanto su ser como su obra no se sitúan junto, sino por encima de lo
creado. Es otro ser y otra obra. El Dios de los filósofos -lo infinito, lo
necesario, el ente que funda todo ente- ¿puede ser el mismo Dios que el Padre y
Redentor amoroso de los cristianos, con el que creen hablar en la oración? Que
es lo santo, no lo puede decir nadie exactamente. Pero lo santo es dado en la
conciencia humana, en la experiencia del orante. Está claro ante los ojos de
nuestro espíritu.
El contraste no
radica en el objeto, sino en la actitud. El filósofo mira a Dios como
explicación racional del mundo. Necesita a Dios no para adorarle, sino para
salvar su razón.
Y entonces, si es
creyente, de la religión puede recibir la respuesta a muchas de sus torturantes
preguntas. La religión no rechazará su concepto de Dios. Solo lo hará más pleno
y vivo.
La filosofía sólo
desarrolla su terrible fuerza formadora de la vida si está sostenida por una
sincera voluntad de entender y una firme adhesión a la razón. Porque la
filosofía no es otra cosa que la razón humana sin otro respecto alguno, sin
limitación alguna, dirigida con toda la fuerza de que es capaz a la explicación
del universo.
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